domingo, 24 de junio de 2007

Toni Blair, el largo adiós.


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La política es un invento de los griegos que los ingleses manejan mejor que nadie. El secreto reside en que esperan muy poco de la retórica del poder y confían en las virtudes austeras de la libertad. Lecciones de la historia y de la forma de ser. Conviene tenerlas muy presentes ahora que toda Europa mira a Francia, racional y cartesiana para bien y para mal. Pensar sobre el Reino Unido trae un soplo de aire fresco, empirista y utilitario. He aquí el criterio para juzgar a Tony Blair en la hora de su largo adiós: para un inglés, hacer bien las cosas significa dejar el mundo mejor de lo que estaba cuando accedió a su puesto de trabajo. Víctima de Irak y de los límites intrínsecos al socialismo posmoderno, se marcha con un proyecto agotado pero con los deberes (casi) hechos. Cuando se olviden las miserias partidistas, quedará un buen recuerdo. Cuando los laboristas conozcan mejor a Gordon Brown, es probable que echen de menos a Tony y a Cherie. Cuando los «tories» asuman que ya no vive en Downing Street, van a respirar con alivio. Luces y sombras de la política británica, ajena por definición a sectarios, radicales o demagogos. Es una suerte, ganada a pulso desde la «Gloriosa», incluso desde la Carta Magna o la primacía del Derecho común sobre la prerrogativa regia. También en la sociedad de masas y en el Estado-providencia los poderes del gobierno de Su Majestad son objeto de interpretación restrictiva. Así se escribe la historia.
Tony Blair fue la gran esperanza del socialismo errático y aturdido en la Europa de los noventa. El sustento intelectual era una sedicente Tercera Vía. Anthony Giddens puso la doctrina: algo así como los fabianos adaptados a la sociedad del conocimiento. Un Estado de bienestar moderno y activo: más sociedad civil, mucha educación y una idea ingeniosa, el «Estado facilitador». En la etiqueta ponía Nuevo Laborismo, pero con recetas liberales: estabilidad económica y reducción de impuestos. Otros tiempos: la «cumbre» ideológica de Londres (julio de 2003) certificó la conversión de la socialdemocracia clásica en «izquierda progresista». Allí estaban todos, excepto Zapatero. Blair deja una huella -quizá superficial, pero efectiva- en la batalla de las ideas. Basta con leer el programa suave de David Cameron para cambiar la suerte electoral del Partido Conservador, que ha consumido ya cuatro aspirantes a partir de sus tres derrotas en las urnas desde 1997. Queda claro que esa «izquierda del centro» no era ni es un adversario fácil de batir. Aunque no lo parezca, hubo tiempos gloriosos para la Tercera Vía...

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