viernes, 23 de noviembre de 2007

Los comunistas

Publicado en la Vanguardia


Francesc de Carreras


La idea que hoy se suele tener de los comunistas es manifiestamente injusta con lo que muchos de ellos realmente fueron. Es muy fácil - y muy creíble porque en parte es cierto - despachar el asunto por la cómoda vía de afirmar que los comunistas eran tan totalitarios como los nazis o los fascistas, todos ellos un trágico y lamentable episodio de la historia europea del siglo XX. Un juicio de esta naturaleza es simplista, incompleto y, en definitiva, falso. Los comunistas han sido eso pero también algo muy distinto: sin ellos probablemente las actuales democracias europeas no hubieran llegado a ser lo que hoy son. La vida de Gregorio López Raimundo, fallecido el sábado pasado en Barcelona y enterrado con la sencilla discreción que a él tanto le gustaba, constituye un claro ejemplo.


Situémonos en el período de entreguerras, desde el final de la guerra europea hasta 1945, con la derrota de la Alemania nazi y de la Italia fascista. Recordemos también la crueldad de las bombas atómicas arrojadas innecesariamente sobre Hiroshima y Nagasaki. En este período los comunistas mostraron todos los horrores del totalitarismo estalinista y toda la generosidad de las luchas contra los totalitarismos de signo contrario.


Ciertamente fueron comunistas los primeros que asolaron mediante el terror la Unión Soviética: desde la implacable dictadura que ya se anunciaba con la frase "¡libertad ¿para qué?", atribuida a Lenin por Fernando de los Ríos en 1920, hasta las purgas de los años 1937 y 1938 y el infierno del "gulag". Pero también muchos comunistas fueron heroicos resistentes a los totalitarismos fascistas, nazis y franquistas. Curiosa paradoja e indudable realidad: unos que se llamaban comunistas eliminaban todo vestigio de libertad en unos países, otros que también se consideraban comunistas encabezaban otros países la lucha por la misma libertad.


Escaso éxito parece haber tenido la obra de Flotats sobre Stalin y es una lástima. No es una gran pieza de teatro pero tiene gran interés porque allí aparecen entremezclados los dos ejemplos de comunistas: los que han sido víctimas y los que han sido verdugos. Obviamente Stalin es el comunista verdugo, un verdugo complejo: cínico, maquiavélico, burocrático y déspota. Pero también las víctimas de ese verdugo son comunistas: la infeliz pareja de enamorados o el honesto médico que dirige el hospital. El comunismo ha sido a la vez un ideal de vida generoso y un siniestro sistema de organización social. Y los comunistas, en muchos casos, no supieron darse cuenta a tiempo del papel que estaban jugando en medio de tal embrollo. Por ello hay comunistas y comunistas, buenos y malos. Sin entender eso, no se entiende la historia.


Gregorio López Raimundo fue un notorio protagonista de esta época. Entró en el PSUC con poco más de veinte años, en plena guerra civil, siguiendo las huellas de su hermano, poco después asesinado. Tras la derrota, dedica su vida a luchar contra el franquismo siempre a través de procedimientos democráticos: a la violencia nunca se la debe combatir con las mismas armas sino con la fuerza legítima que sólo da la razón. Su hermoso libro de memorias "Primera clandestinidad" escrito en una brillante prosa inhabitual en alguien que no es escritor, constituye un testimonio inapreciable sobre las inmensas dificultades para rehacer una trama de oposición al franquismo en la inhóspita Barcelona de los años cuarenta. Al final, es detenido y condenado a muerte. Tras una campaña de apoyo internacional, fue indultado in extremis junto a otros compañeros. Podía haberse retirado: la Unión Soviética le hubiera dado cómoda acogida. Pero lo suyo no era la comodidad sino la lucha, el ideal. Vuelve a la clandestinidad a principios de los años sesenta ya convertido en mito y pronto se convierte en el rostro invisible de la dirección de los comunistas catalanes.


Por aquellos años circula el rumor de que Gregorio reside en Catalunya pero nadie – casi nadie, claro – le conoce. En 1971, el Guti anuncia a la llamada "comisión de unidad" que el camarada Martín asistirá a una de sus reuniones. Todos ponen cara de sorpresa menos yo, ignorante de la identidad que se escondía tras dicho nombre de guerra. El lugar de reunión se prepara con gran minuciosidad: debe utilizarse una casa de alguien que no sea del partido y sus dueños nunca deben saber quiénes han sido los asistentes. La plácida y bondadosa apariencia de Gregorio, sus educadas maneras de comportarse, me dejan fascinado. Se debate el último comunicado de la ejecutiva, un documento extenso y farragoso. Recuerdo una objeción: no es cierto, como se decía en el texto y en muchos anteriores, que Andreu Nin fuera trotskista al ser asesinado. Gregorio se muestra de acuerdo, dice que nunca más aparecerá tal error en un documento y cumple la promesa.


Gregorio escuchaba y aprendía, sus contactos con los militantes no eran para dar órdenes sino para enterarse de lo que sucedía a su alrededor. Si el PSUC dirigió la lucha antifranquista en Catalunya fue porque su dirección estaba en el interior y conocía lo que sucedía en la sociedad. Al cabo de poco me lo encuentro en un kiosko, hojeando periódicos. Se da cuenta, desvía la mirada y desaparece rápidamente, sin cruzar palabra. Así era su vida, así era la dura clandestinidad. Así eran aquellos honrados comunistas que calladamente tanto contribuyeron a la vuelta de la democracia en España.



Francesc de Carreras


Catedrático de derecho Constitucional de la UAB

Los antifascistas, fascistas

Publicado en Libertad Digital


Antonio Robles


Hay una tendencia a considerar como comportamientos ultraderechistas aquellos que se identifican con la indumentaria clásica de los fascismos de la primera mitad del siglo XX. A saber: botas militares, esvásticas nazis, banderas españolas con aguiluchos franquistas, etc. Su ADN está encarnado en esa indumentaria; su sola presencia basta para evocarnos las pesadillas del totalitarismo. No necesitan reivindicarse; la patente de sus símbolos agresivos tampoco peligra: nadie los quiere, todos los temen. Sin embargo, es una especie en extinción. Su territorio natural en España ha ido reduciéndose a medida que aumentaban independentistas y grupos antisistema. Si se fijan, semejantes especimenes se concentran en Madrid, en Valencia y en algunas otras capitales o espacios donde grupitos aislados de nuevos racistas entran en colisión laboral con la nueva inmigración. Y curiosamente, en Cataluña, Euskadi y Galicia esos energúmenos o, para ser más exactos, quienes se revisten de tales símbolos han desaparecido casi por completo.


La pregunta es simple, pero inevitable: ¿es que sólo hay fachas en Madrid? Y por contraposición: ¿las comunidades nacionalistas son un antídoto contra el totalitarismo y la violencia ultraderechista?


Sería una simpleza aceptar la primera y una imperdonable estupidez la segunda. La respuesta la hemos de buscar en la pereza intelectual de una generación cuyo biberón moral se alimentó del rechazo a la parafernalia nazi, fascista y franquista como universo cerrado y finito del totalitarismo. En vez de buscar el fascismo en los comportamientos, se conforman con las apariencias simbólicas. Y no han reparado en que, desde la transición para acá, las respuestas autoritarias a los retos ideológicos, demográficos, raciales, lingüísticos y territoriales se visten de otras maneras y reivindican otros fines.


Consideremos, por ejemplo, la estética Jarrai: camisetas a rayas horizontales, coletillas, pañuelos palestinos al cuello, calzado de montaña y aspecto sucio y desaliñado; ese es el uniforme de los cachorros de ETA. En nada se parecen a los paramilitares nazis, pero son igualmente violentos; amenazan y agreden en grupo con el rostro cubierto y sus actos vandálicos son tan gratuitos como sus homólogos de la ultraderecha. Sólo tienen una diferencia: los jarrai se creen antifascistas y los fascistas se sienten orgullosos de serlo. Los Maulets en Cataluña, la CAJEI (coordinadota d'assemblees de joves de l'esquerra independentista) o las JERC, por poner sólo tres ejemplos, no matan ni se visten como los fascistas de los años treinta del siglo pasado, pero insultan, agraden, rompen cualquiera cosa que simbolice a España (como las vallas con el toro de Osborne o la bandera constitucional española) y boicotean, asaltan o amenazan a quienes se atreven a defender ideas no nacionalistas. Albert Boadella es uno de los últimos exiliados, aburrido de aguantar tanta inmundicia excluyente.


Y es que mientras en las comunidades no nacionalistas los cachorros nazis carecen de empresas épicas a las que adherirse, en Cataluña, País Vasco y ahora Galicia encuentran cobijo en las reivindicaciones independentistas. Ahí existen espacios para su agresividad sin tener que soportar los inconvenientes de una simbología que sataniza a quien la emplea. En estas comunidades nacionalistas encuentran cobijo y apoyo en numerosas ayudas institucionales en nombre de la recuperación de la lengua o las reivindicaciones nacionales. Su comportamiento los delata, pero su indumentaria y su lenguaje reivindicativo los hace pasar por víctimas cuando sólo son verdugos.


Las sanciones lingüísticas, la imposibilidad de estudiar en la lengua oficial del Estado, el desprecio continuado por los símbolos constitucionales, su autosuficiencia y manipulación históricas, sus exclusiones culturales, la utilización de las leyes a través de las mayorías parlamentarias para vaciar a la mitad de los ciudadanos de sus derechos constitucionales, etc., son rasgos propios del racismo cultural que han quedado camuflados en las propias instituciones porque es en ellas y desde ellas desde donde ejercen todo el poder.


Como se dice en Galicia a propósito de las brujas: no existen nacionalistas fascistas, pero haberlos, hailos.


Antonio Robles

jueves, 22 de noviembre de 2007

Días de agua en Dogville

Publicado en soCiedad.es


Félix Ovejero


Según parece, en la parte no costumbrista ni bullanguera de sus estatutos, varias comunidades autónomas están dispuestas a incluir «el derecho a disponer de sus ríos». La locura colectiva nunca es una explicación, sino su ausencia, de modo que habrá que buscar otras razones para entender cómo también en estos asuntos se ha desatado la delirante carrera por «lo propio». También ahora, por supuesto, decorada con apelaciones a la «libertad, la solidaridad, la igualdad». Incluso, a la sostenibilidad. Sólo echo a faltar la identidad. Ahora déjenme que les hable de una película. Quienes no se durmieron durante la proyección, quizá recuerden la historia que Lars von Trier nos contaba en Dogville. Una mujer, el personaje interpretado por Nicole Kidman, perseguida por unos gánsteres es acogida a cambio de algunos trabajos en un pequeño pueblo de las Montañas Rocosas. Más tarde, cuando las gentes de Dogville descubren la importancia de la refugiada para sus perseguidores, sus exigencias se desatan, hasta llegar a las fronteras de la esclavitud. Se convierten en los principales beneficiarios del aumento del precio de la protección. Poco a poco, su comportamiento resulta más miserable. El de todos. La protagonista no está amasada con mejor barro, como lo confirma su venganza final. El enfático director, respetuoso con nuestra imbecilidad, se siente obligado a subrayarlo por medio del narrador: «Seguramente ella se hubiera comportado de la misma manera si hubiera vivido en aquellas casas».


Qué duda cabe, los habitantes de Dogville no constituían un ejemplo de civismo. La tentación inevitablemente protestante es atribuir su comportamiento a una naturaleza humana destruida por el pecado. El solemne director no la evita como explicación última, pero su diagnóstico más inmediato parece precipitarse en un sombrío pesimismo sobre la falta de carácter. Puede ser. Muchas veces, al escarbar por detrás de lo que parece miseria moral no encontramos más que pobreza de espíritu, personas que se embarcan en biografías demasiado grandes para su capacidad de gestión. No es un problema sin solución. En realidad, la solución es trivial. Si se quiere evitar el comportamiento miserable, la prudencia recomienda evitar situaciones que nos vienen demasiado grandes. El problema de Lord Jim no era su cobardía, sino su profesión. Si uno no está a la altura, no se mete a trapecista. Como siempre, dar un consejo es más sencillo que ejecutarlo. Cuesta reconocer en uno mismo la pobreza de espíritu y no es fácil resistir la vanidad de muchos retos. Por lo demás, ninguna salida es airosa y la excesiva cautela también tiene su reverso: por evitar los retos se evita la exposición al mundo y, con ello, la vida se empobrece.


Pero Dogville era un pueblo y los diagnósticos calvinistas ayudan poco a entender a los muchos. En tales casos, de nada sirven las ingenierías del alma. La vileza colectiva es algo más que un amasijo de vilezas. En realidad, bastantes cobardías compartidas se abastecen de baladronadas privadas. Sietemachos, los jugadores de hockey sobre hielo, en sus manifestaciones públicas se mostraban contrarios al uso del casco, aunque, con la boca pequeña, reconocían su necesidad. Querían que les «obligaran» a usarlo, a no tener que ser unos valientes, pero les faltaba valor para decirlo. Son muchos los ejemplos en los que elegimos libremente limitar nuestra libertad. También para ser más libres. Ulises, temeroso de su flaqueza ante los cantos de las sirenas, ordenó a su tripulación que le atara al mástil y bajo ninguna circunstancia atendiera a sus órdenes posteriores de liberarlo. Nuestras constituciones nos impiden votar ciertas cosas que podrían poner en peligro nuestras libertades. Los habitantes de Dogville, seguramente, no estaban orgullosos de sus vejaciones, y, acaso, en el fondo de sus almas, preferían no comportarse como lo hacían. Cada uno podía desear que todos vieran cancelada la posibilidad de decantarse por la parte más despreciable de ellos mismos. Pero, pensaban, qué puedo yo hacer. Si sólo cambio yo, nada cambiará y, además, me tomarán por imbécil, no sin razones, porque perderé mis privilegios con la refugiada. El final de esas historias es conocido: gana el peor de nosotros mismos. Lo contaba impecablemente Gil de Biedma, hablando consigo mismo en un poema: «Y si yo no supiese, hace ya tiempo, que tú eres fuerte cuando yo soy débil, y que eres débil cuando me enfurezco…».


Volvamos a la política y al derecho a las aguas propias. Una circunstancia resulta llamativa en la reclamación de ese singular derecho. Todos dan gritos pero ninguno articula las palabras, ninguno es el primero en precisar su reclamación. Cada uno parece estar a la espera de lo que los demás hagan, para no quedarse atrás. Nadie es el primero porque todos quieren ser el último y poder añadir, como Groucho, «y dos huevos duros». Pero, como en Dogville, no debemos pensar que estamos ante un inevitable designio de la naturaleza humana. Al igual que los jugadores de hockey, quizá preferirían que «les prohibiesen» hacer lo que no quieren hacer. Preferirían la política, lo público, aquello que no les obliga a comportamientos heroicos e irrelevantes. Pero, con las reglas del juego que tienen, no les queda otra. Defender el interés general, de todos, en el propio Estatuto es un camino seguro al fracaso. Es ésa la única parte no retórica de la reclamación de «un acuerdo entre los partidos de ámbito nacional». Sólo es ésa, pero es fundamental, es la que relaciona a la política con la justicia, la que hace que en el debate democrático las consideraciones de igualdad y de justicia sustituyan al trapicheo negociador de «si no jugamos a lo que yo quiero, me llevo mi pelota».


¿Cómo acaban estas cosas? Como casi todo, mal. Les doy un ejemplo para que lo practiquen con los amigos. Subasten un billete de 100 euros, con la siguiente regla de juego: «El billete se lo queda el que más ofrece, pero paga el segundo en la puja lo que ha ofrecido». Prueben, prueben. Al principio, todos quieren jugar, ¿quién no está dispuesto a conseguir cien euros a cambio de uno? Claro que, inmediatamente, otro pensará lo mismo a cuenta de dos euros. Al rato, el dilema será: «Prefiero pagar 23 euros a perder 22». En cierto momento, alguien estará ofreciendo 97 euros para no pagar 96 y su reflexión ya será más calamitosa: «Cómo me escapo de aquí sin pérdidas». Poco más tarde estarán ofreciendo más de cien euros y la fiesta llevará camino de arruinarse. Le llaman «efecto Macbeth». Ya se pueden imaginar por qué.


A pesar del cenizo Von Trier, los seres humanos estamos dispuestos a asumir cargas personales por razones justas. No es buenismo antropológico. Tenemos pruebas empíricas y razones evolutivas para pensar que no somos unas malas bestias. Pero es tarea de la política dar cauce a esas disposiciones, dar forma institucional a la voluntad colectiva de establecer reglas que nos hagan más sencillo hacer lo que debemos hacer, que no obliguen a nadie a ser un héroe para ser un ciudadano. Mientras tanto, tristemente, al buen ciudadano se lo tomará por un gilipollas.


Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 23/06/06)

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Postnacionalismo o como dialogar con el nacionalismo desde una perspectiva ilustrada

Publicado en soCiedad.es


1. Planteamiento filosófico


El siglo XX es el siglo de los grandes avances tecnológicos. Esto se ha traducido también en una poderosa mitologización de la ciencia, considerándola el nuevo absoluto desde el que hacer frente a cualquier situación. Así, los discursos neopositivistas de «verdad» en el ámbito natural han saltado a la esfera humana y social. Amplios son las reflexiones sobre este hecho, en la que la sociología positivista pretende convertir a la sociedad en una máquina donde los problemas a resolver serían más una cuestión de índole técnica que no de índole ética y/o política . Del mismo modo, se pretende partir de la premisa de que uno puede ser objetivo ante los hechos sociales como lo es un científico ante un experimento en la naturaleza.


Desde la filosofía hermenéutica y los planteamientos de Gadamer, más respetuosos con el ser humano, nos muestran un ser humano perteneciente a la tradición. La persona como heredera de una historia, o mejor dicho, como perteneciente a la Historia. Esta tradición nos configura y nos otorga una serie de parámetros donde se mueve nuestra racionalidad: lenguaje, forma de vida, costumbres… que platean una serie de prejuicios, no como algo negativo sino como los instrumentos imprescindibles con los que nos relacionamos con la realidad. Sin ellos, el conocimiento no sería posible porque siempre nos posicionamos desde un punto. De esta forma, se diluye la pretendida objetividad científica como una quimera producto del sueño de la razón. No puedo ser objetivo, es decir, independiente de mi mirada sobre la historia, puesto que yo mismo soy producto de la historia y eso crea en mi un horizonte, unas expectativas que van a determinar mi manera de afrontar la vida. El que pretenda posicionarse como un independiente ante la historia o miente o se engaña.


Así, el juego de entrar en la historia es un juego de interpretaciones donde se descubre la verdad en un proceso dialógico, esto es, de preguntas y respuestas desde distintas instancias, siempre inconcluso puesto que a medida que miramos la historia vamos haciendo historia. La pregunta que surge con fuerza entonces es: ¿todas las interpretaciones son igualmente válidas? Evidentemente no, puesto que eso supondría, por ejemplo, poner a la misma altura la superstición que la razón; en definitiva, desvirtuar de tal modo la verdad que no quedaría ya nada dentro de ella más que puro relativismo estéril.


El propio proceso dialógico debe realizarse en clave de reflexión crítica de la historia. Un proceso donde ir depurando los prejuicios que entorpecen a la verdad, entendiendo como verdad no una relación unívoca entre realidad y lenguaje sino como elementos del conocimiento que ayudan a la emancipación del hombre, es decir, a diluir las coacciones que bajo la forma de ideología fomentan el control por parte de pequeñas oligarquías (sean plutocracias, aristocracias o politocracias) e impiden el desarrollo autónomo de la sociedad.


Desde esta perspectiva, Habermas confiere a la razón débil, al método dialéctico realizado desde una ideal regulador comunicativo, la capacidad de adentrarse en la tradición para través de la reflexión realizar una crítica que sea capaz de valorar qué elementos son emancipadores o no. Adentrarse en una labor interpretativa que desde la honestidad intelectual pretenda criticar la historia y desopacar aquello que oscurece nuestro entendimiento de la misma, de igual modo que en su día la Ilustración intentó liberar a la sociedad de los prejuicios religiosos que entorpecían la autonomía humana.


Los criterios o la forma de llevar a delante esta tarea son:





2. Postnacionalismo

«Estamos en pleno carnaval del peligroso delirio de los nacionalismos donde toda la razón un poco sutil se ha eclipsado y donde la vanidad de locuaces pueblerinos reclama con grandes gritos el derecho a la autonomía y la soberanía»


Esta frase, que muchos no tardarían en atribuirla a políticos «imperialistas», es de Nietzsche en pleno siglo XIX en Alemania, quien no veía más que en el romanticismo nacionalista de Harder y Fichte una reducción de los horizontes al localismo, el enardecimiento de sentimientos que exacerban las diferencias y los antagonismos y el aprisionamiento de los individuos en un corset. Nietzsche planteaba así la radical oposición entre la llamada a la universalidad a la que nos conduce el desarrollo humano y la tendencia autárquica a la que nos somete nuestros instintos defensivos. En el primer caso hay riesgo pero futuro. En el segundo, solo un refugio cerrado en sí mismo.


De cara a los nacionalismos, existe un movimiento emergente llamado postnacionalismo que vendría a ser la superación del movimiento nacionalista desde un planteamiento ilustrado. La superación a la que hace referencia es sobre todo un movimiento de emancipación, dejar de lado las diatribas nacionalistas para centrarse en los problemas ciudadanos, de un lado, y un planteamiento de proyecto, por otro, en cuanto movimiento catalizador de la fusión de las distintas naciones europeas, en nuestro caso. Pero flaco favor estaría haciendo el postnacionalismo a la sociedad si no realiza una autocrítica de sus planteamientos y no revelara con transparencia cuales son sus intenciones. Todo movimiento cultural, toda filosofía posee unas intenciones y lo que las hace más válidas es su capacidad para ser emancipadoras de la sociedad, es decir, para profundizar el debate democrático y alejarse de mitologías e ideologías de control de la sociedad.


Por ello el postnacionalismo no puede y/o no debe ser:





El postnacionalismo será sobre todo un proceso:



Para ello, el proceso se basará fundamentalmente en una interpretación desacralizadora y desmitificadora de la historia de las naciones, buscando la causas socioculturales que han fraguado las distintas tradiciones y valorando positivamente las que permiten un desarrollo autónomo de la sociedad y poniendo en evidencia las que no. Evidentemente, este proceso hace referencia a cualquier tipo de nacionalismo. Digamos que podemos encontrar dos tipos de nacionalismo principal:



Hay que ver estas dos facetas no como opuestas sino como las dos caras de la misma moneda. Un nacionalismo disgregador con respecto a una estructura superior puede ser imperialista con respecto a los pequeños pueblos que rodean a ese nacionalismo furibundo.

A su vez, no podemos desvincular el florecer nacionalista con la despersonalización generalizada producida por el pensamiento único, la globalización acelerada y la sociedad de consumo edulcorada. Ante estos embates, no es extraño que el nacionalismo sea vivido como un globo de oxígeno identitario que salva del igualitarismo. Pero es evidente que el nacionalismo por sí sólo no es elemento superador del irracionalismo capitalista ya que normalmente el nacionalismo no identifica a esta sociedad de consumo como su enemigo. Recordemos que boicotear una empresa extranjera o una multinacional por motivos nacionalistas no es anticapitalista puesto que se trata de favorecer la empresa capitalista del lugar y si es posible, expandirla por el extranjero. La función crítica al nacionalismo sigue siendo imprescindible para poder hacer frente a los movimientos totalitarios más extremos como el neoliberalismo salvaje o los comunismos dictatoriales.


3. Autorreflexión


Vaya aquí el marco conceptual desde donde el postnacionalismo debe ser honesto, un paso prioritario que es revelar los intereses de los participantes, no como planteamiento encasillador sino como iluminador de posturas que aclaren el debate.


En el caso de este autor, hago este planteamiento como un camino posible para abordar los nacionalismos, pensado para un marco de pensamiento occidental. La intención surge como confluencia de dos grandes intereses:



En este encuentro de expectativas, de horizontes se plantea una pregunta que considero debe ser respondida desde el planteamiento más riguroso posible: cómo incardinar en la emancipación de la sociedad los planteamientos de autodeterminación, presentados en principio como máxima expresión de voluntad popular pero que pueden esconder a su vez planteamientos ideológicos de control por parte de grupos de presión «ocultos», como denunciaba en su día Nietzsche y donde está el límite de la voluntad popular fragmentada, es decir, ¿puede uno decidir en referéndum lo que quiera para sí mismo?


Y en definitiva, la pregunta más evidente: como crear un movimiento que permita superar las diferencias banales entre las comunidades para centrarse en dos puntos:



Por Eduardo Satué de Velasco

martes, 20 de noviembre de 2007

Comienza la campaña electoral

Publicado en Estrella Digital
Luis de Velasco


No oficialmente pero sí en la realidad. Los dos partidos mayoritarios, PSOE y PP, la han iniciado este reciente fin de semana, uno con la reunión de su Comité Federal, el otro con una Convención. Ambas reuniones buscan elevar la moral y el ánimo de sus cargos, militantes y partidarios, moral mucho más resquebrajada en el caso del PP, digan lo que digan. Está claro que si las elecciones fuesen mañana, ganaría el PSOE. Pero faltan más de tres meses y en ese lapso de tiempo ocurrirán muchas cosas.
El PSOE parte con la gran ventaja de ser incumbent, es decir, de estar en el Gobierno y controlar resortes de poder, desde el Boletín Oficial del Estado hasta los medios de comunicación públicos estatales y muchos regionales pasando por la fidelidad, a veces casi perruna, de muchos medios escritos y de líderes de opinión. Argumentos de gran peso para un electorado de voto muy fijo (el suelo es, como mínimo, un tercio de los votantes) y que vota más con las emociones, con los sentimientos que racionalmente. (Nada nuevo, véase, por ejemplo, entre la abundante literatura, el reciente The political brain del psicólogo norteamericano Dew Westen).

El PP sigue adoleciendo de un líder creíble, credibilidad que, para mayor gravedad, se deteriora mucho más por las caras más próximas a Rajoy. Además, frente al prietas las filas del PSOE (no hay nada mejor para solidificar las organizaciones de reparto de cargos que estar en el Gobierno y aledaños), están las disensiones internas en esta formación basadas en el tradicional “quítate tú para que me ponga yo”. Al elector parece que esas cosas no le gustan.

Entre los nacionalistas, el PNV ha resuelto la crisis que pareció suponer la aparición fugaz de Imaz (a quien alguien, no recuerdo quien, calificó como el mejor descubrimiento de nuestra democracia y ahí queda eso), se ha resuelto volviendo a las esencias. Ninguna sorpresa. Lo sorprendente era querer ver en Imaz un cambio. Entre los minoritarios, IU vuelve, qué remedio, a confiar en Llamazares, que continuará, qué remedio, con su política seguidista si gana el PSOE. Hay que reconocer que tratar de encontrar un mensaje y un espacio político es muy difícil para esta formación castigada además, la primera y muy duramente, por la ley electoral vigente, profundamente injusta y escasamente democrática.

Entre los todavía ausentes del legislativo nacional se encuentra Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía, que cuenta con tres escaños en el Parlamento catalán y que presentará candidatos en marzo en varias autonomías, entre ellas Madrid y Cataluña. Todo está contra los nuevos, salvo la simpatía y el respaldo de parte del electorado, harto de muchísimas cosas. El gran reto es convertir ese espacio político en espacio electoral, frente a la oposición de los establecidos a los que no les gusta que los nuevos actores les muestren sus miserias.

Ciudadanos inicia su campaña en Madrid el próximo 24 con unas jornadas (www.sociedad-ciudadanos.es) en la que irá dando a conocer algunos de los elementos que, previsiblemente, irá incluyendo en su programa electoral, programa que, como la elección de sus candidatos, se hará en proceso democrático interno.

Luis de Velasco

Una nueva ley que no tolere ni ejerza la violencia

Publicado en soCiedad.es
Para resolver un problema se ha de averiguar su causa, y la de la violencia en nuestras aulas no está, dígase lo que se diga, ni en los cambios sociales, ni en la televisión, ni en la presencia de inmigrantes. Está, sencillamente, en que nuestro sistema educativo no educa, es un sistema perverso porque ejerce la violencia y la tolera.La ejerce sobre los que quieren estudiar, y no pueden por culpa de quienes boicotean la clase. La ejerce sobre los que quisieran aprender un oficio para llegar a la edad laboral profesionalmente cualificados, y están encerrados en un aula escuchando cosas que ni entienden ni les interesan. En una misma clase, bajo el cuidado de un profesor al cual se ha despojado de toda autoridad, hay alumnos con todas las asignaturas del curso anterior aprobadas y otros que no han aprobado ninguna, alumnos que desean progresar y otros que se dedican a molestar. Unos y otros están frustrados. ¿Es de extrañar que un ambiente de general frustración degenere en violencia? Si un alumno repite porque suspende ocho asignaturas sabe que no va a repetir de nuevo aunque las vuelva a suspender, por lo cual nada le estimula a estudiar. ¿Es para sorprenderse que un alumno completamente ocioso se porte mal?

El desprecio por el conocimiento (se puede terminar la ESO sin saber la tabla de multiplicar ni distinguir un nombre de un verbo) y la falta de hábito de trabajo generan seres inmaduros, y en consecuencia, propensos a la violencia. Una persona madura no necesita agredir a un semejante para sentirse alguien.

La madurez, además, tiene que ver con la responsabilidad, y hoy los alumnos raramente tienen que responder. Si no aprenden, la culpa es del sistema, que no les motiva. Si son zafios y maleducados, es que están inadaptados. Si no estudian, algo les pasa, porque ya se sabe que los chicos tienen una inclinación natural hacia el trabajo, y a la vagancia se la conoce a menudo como «dificultades de aprendizaje». Hay una tendencia por parte de algunos educadores paternalistas a considerar los defectos como patologías, pero madurar significa reflexionar sobre los propios defectos, a fin de superarlos, y si los defectos se consideran patologías, se bloquea toda capacidad de mejorar.

Hay un cuento de Gogol, intercalado en su novela Las almas muertas, que narra la historia de un profesor severo, que exigía un buen rendimiento, porque consideraba que estudiar es la obligación de los alumnos. Éstos le querían, porque un profesor exigente es el que valora a sus discípulos. El que se conforma con poco está tratándolos como si fueran idiotas, y nadie aprecia a quien lo trata como un idiota. Los alumnos se portaban bien. Ocupados en estudiar, tenían poco tiempo para hacer travesuras. Pero he aquí que este profesor se muere y llegan otros con ideas novedosas: lo importante no es el saber, sino el comportamiento (en la jerga actual, lo decisivo no son los contenidos). Y como el saber no era importante, dejaron de estudiar, y así tuvieron tiempo para hacer diabluras. En cuanto se empezó a despreciar el saber frente al comportamiento, no sólo decayó el saber, también decayó el comportamiento. Y de este cuento podemos sacar una segunda moraleja. Gogol murió en 1852, lo cual quiere decir que algunas de las sandeces pedagógicas que él satiriza, ya se decían hace mucho tiempo. Una idea no por parecer novedosa es buena, pero además puede suceder que ni siquiera sea novedosa.

Los resultados de la LOGSE no han sorprendido más que a los ingenuos, y la actual LOE no va a resolver absolutamente nada, por mucho que se financie. Un error no deja de serlo por estar mejor financiado.

Los problemas de la violencia en las aulas y de la falta de autoridad de los profesores no tienen solución dentro de la legislación vigente. Urge pues una nueva ley de educación, consensuada por todas las fuerzas políticas, y elaborada con el asesoramiento de profesores (no de pedagogos ni sindicalistas) escogidos por su valía (no por su militancia política). Y esa ley habría de contemplar lo siguiente:

1. La protección de los que sí quieran estudiar, proporcionándoles el ambiente de tranquilidad en el aula que necesitan para ello.

2. Escolarización obligatoria no significa enseñanza común hasta los 16 años. Mantener encerrados en los institutos a los chicos mayores de 12 que deseen prepararse laboralmente es hacerles entrar en el mercado de trabajo a los 16 como mano de obra barata. Aunque pueda parecer una edad demasiado temprana, un alumno que no quiera estudiar no sólo no va a estudiar, sino que también impedirá aprender a los demás. Muchos estudiantes potencialmente buenos se malogran por culpa de los boicoteadores. Así, por no dejar decidir a un muchacho sobre su futuro, se le deja decidir sobre el futuro de los demás.

3. Valorar el saber y la excelencia. Bajar el nivel para no discriminar a los alumnos menos trabajadores frente a los más trabajadores es un acto de barbarie contra los segundos que en nada beneficia a los primeros. Despreciar el saber crea una juventud más ociosa y más inculta, en consecuencia más inmadura y más violenta.

4. Que se castiguen las faltas de disciplina, y se admita sin rodeos que quien manda en la clase es el profesor, igual que admitimos que quien manda en un avión es la tripulación, y que esto no significa ser fascista ni autoritario.

Cuando los hechos contradicen las ideas podemos negar los hechos o rectificar las ideas. Mientras los creadores de la reforma sigan negando los hechos, el desastre educativo irá en aumento. Ya va siendo hora de que rectifiquen sus ideas.

Por Ricardo Moreno Castillo, profesor del Instituto Gregorio Marañón, profesor asociado en la Universidad Complutense y autor del Panfleto antipedagógico (EL PAÍS, 26/11/06):

Justitos en coherencia

La Secretaria de Estado para Iberoamérica, Trinidad Jiménez, hacía la semana pasada una emotiva proclama –en la primera de TVE–, sobre la enorme importancia reservada al idioma castellano como sustento del futuro bienestar de los ciudadanos españoles.

El resto de su intervención, por circular, no daba para mucha glosa. La Secretaria de Estado tenía una única consigna como pértiga para vadear todos los charcos propuestos por los periodistas: ser agresivo es contraproducente, en especial cuando se trata de relacionarse con montaraces politicastros liberticidas que ejercen responsabilidad de gobierno allende los mares –dicho con mis calificativos, que no los de la muy educada doña Trinidad–.

Pero quedémonos con lo bueno. Si bien algo apartada tras su poco gallarda no presentación a las municipales encabezando la candidatura socialista a la alcaldía de Madrid, ‘Trinidaz’ sigue siendo un peso pesado en el mundo Z. ¿Que se declara ferviente defensora de la lengua de Cervantes?, ¡pues aplaudámosla!


Y aprovechando ese muy socialista arranque de alinear lo deseable con lo llamado a proporcionar mayores niveles de bienestar futuro al común de los mortales, sólo restaría reclamarle a esta prócer del nuevo ‘PZOE’ una charlita con su compañero de partido, el molt honorable señor Montilla.

Quizá tirando de frías estadísticas, poco sospechosas de manipulación por parte del más rancio españolismo, el President de Iznajar llegue al convencimiento de la gran inmoralidad de su política lingüística –continuación exacta de la marcada por Jordi Pujol–.

Porque eso precisamente, la moralidad, es lo que se ventila en este asunto del tratamiento otorgado a las distintas lenguas desde las instituciones.

Más allá de cualquier consideración en torno a los sentimientos de pertenencia, dificultar el pleno aprendizaje de la segunda lengua más utilizada en el mundo –internacionalmente, cuarta sin condicionantes– constituye una verdadera inmoralidad. Una canallada compuesta por provenir de teóricos representantes de una ideología que busca la emancipación de los oprimidos; de los olvidados por el sistema.

Y mientras en países cono Brasil o Portugal, por no citar otros ejemplos como el de los propios EEUU, la gente y en especial los más jóvenes muestran un cada vez mayor deseo de aprender la lengua común a todos los españoles, mal que le pese al señor Javier Cercas –cacereño afincado en Cataluña y muy bien avenido con su patria adoptiva, por cierto–, una serie de iluminados se empeñan en poner todo tipo de trabas, legales, administrativas y culturales, a que en ciertos rincones de nuestro país se pueda hablar español con total naturalidad.

Iberoamérica y el español serán una parte muy importante, no tanto del futuro de España, como de la futura prosperidad de los españoles. En nuestras manos está el no ignorarlo.

Jacobo Elosua

lunes, 19 de noviembre de 2007

Empleados públicos: festival de leyes

Publicado soCiedad.es

Francisco Sosa Wagner

Nadie puede dudar de la laboriosidad del actual gobierno de España en materia de producción de leyes: la inundación que se ha producido en los repertorios legislativos produce a las personas temerosas de Dios un cierto espasmo. Ocupados nuestros prohombres en esta tarea de proporcionar a la ciudadanía artículos y más artículos de áspera prosa, no les queda tiempo para repasar a los clásicos. Porque, si tal hicieran, pronto se toparían con las sabias recomendaciones que Samuel Puffendorf nos dejó en su libro De los deberes del hombre y del ciudadano según la ley natural: «conviene tener leyes claras y sencillas sobre los asuntos que más suelen presentarse entre los ciudadanos porque cuando hay más leyes que las que se pueden retener fácilmente en la memoria y que prohíben lo que la razón natural no prohíbe por sí, es necesario que [los ciudadanos] caigan en falta contra las leyes como en un lazo…». Y, sin irnos tan lejos ni recurrir a la cita de un luterano, nadie por estos pagos parece recordar las lecciones de Sancho Panza quien, al dar cuenta a los Duques de su gobierno en la ínsula, les resumió: «aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habían de guardar, que es lo mismo hacerlas que no hacerlas». Pues si todo esto se aseguraba en el siglo XVII, cuando el legislador se desempeñaba con prudentes maneras y contenido entusiasmo, imagínese lo que ocurre en la actualidad cuando se ha desparramado y cuando hay grifos y más grifos abiertos manando legislación de una forma incesante.


Entre esas leyes que dan a nuestro actual altar legislativo un aire de barroquismo entre religioso y militante se encuentra el Estatuto básico del empleado público (ley 7/2007 de 12 de abril). Viene precedido por una Exposición de motivos que prueba la complacencia del legislador con su propia obra pues le dedica piropos y requiebros y, lo que es peor, sin motivos.


Porque con la nueva ley se afianza el empleo público laboral y de tal forma que, en punto a inamovilidad, es ya prácticamente idéntico al régimen funcionarial. En teoría, no es posible confiar a aquél funciones de autoridad o que afecten al interés general pero esta regla conoce excepciones clamorosas, al estar excluido de ella nada menos que el personal laboral de los organismos reguladores, que son quienes en este momento ejercen no sólo funciones de autoridad, sino las más sensibles que pueden desplegarse desde el poder público: piénsese en el Banco de España, en la Comisión Nacional del Mercado de Valores, de las Telecomunicaciones, de la Energía… ¡Ahí es nada!


De otro lado, el régimen laboral resulta más favorable y la prueba es la resistencia que opondrían los empleados actuales de estas organizaciones si alguien les amenazara con la posibilidad de disfrutar del status funcionarial perdiendo sus actuales contratos, en buena medida blindados frente al cese en forma de indemnizaciones millonarias. La situación es clamorosa si pensamos en contratados o nombrados a riguroso dedo según un régimen u otro: el director general de un ministerio que es cesado por el Consejo de Ministros se va a la calle sin hoja de parra alguna, mientras que su homólogo de los organismos reguladores citados endulza el fin de sus servicios con un sustancioso ingreso en su cuenta corriente.


Entre quienes no pertenecen a este grupo de personal de estricta confianza política, el acercamiento de un régimen y otro -el funcionarial y el laboral- viene produciendo desde hace años desequilibrios notables, y esa es la razón por la que en muchos sistemas del derecho comparado lo normal es que no convivan ambos modelos en las mismas oficinas. El nuestro, tal como ha sido generalizado por el Estatuto, se acerca al italiano, objeto de críticas por los autores, cansados de denunciar el gran portón que la contratación laboral abre al clientelismo político.


Hay que tener en cuenta, y ello debe saberlo el lector no especializado, que las Administraciones actuales han perdido buena parte de sus rasgos tradicionales, pues junto al ministerio, la diputación, el Ayuntamiento o la Consejería de una comunidad autónoma, han surgido miles -repito, miles- de personas jurídicas instrumentales de aquellas en forma, sobre todo, de entidades, sociedades mercantiles de capital parcial o íntegramente público y fundaciones, último invento este de la moda otoño-invierno que da frutos apetecibles a los gestores con facultades para nombrar personal. Y grandes facilidades porque adviértase que, si el régimen de la función pública y el laboral se aproximan en cuanto a sus contenidos fundamentales, en un punto se diferencian clamorosamente: unos, los funcionarios, siguen ingresando por medio de exámenes públicos con programas conocidos y ante tribunales formados por especialistas, mientras que los otros, los laborales, lo hacen generalmente -aunque hay excepciones- gracias a la herramienta mellada de la imposición del dedo o de unas pruebas en las que predomina el compadreo político o sindical.


Una de las aportaciones que se presentan como más modernas de la ley es la figura de los directivos aunque siempre los ha habido en la Administración española y siempre -por cierto- con una propensión curiosa a identificarse con el gobernante de turno. Porque, al suprimirse en la reforma de los años 60 las categorías de los cuerpos de funcionarios, quienes ocupaban tales puestos -básicamente los subdirectores generales- han venido siendo nombrados y cesados, primero por las autoridades franquistas y después por las del ameno espectro cromático que ha mandado en la Administración desde la recuperación de la democracia. De lo poco que nos dice el Estatuto acerca de esta figura nos quedamos con la idea de que se tratará de personal de alta dirección, «fuera de convenio», muy típico en las empresas privadas. Que éstas poco tienen que ver con la Administración parece mentira tener que recordárserlo a una Administración socialista, pues es evidente que a la mayoría de los puestos públicos de trabajo es difícil aplicarles los criterios de rendimiento propios de los procesos de fabricación o de la oferta de servicios del mundo privado. La ley no impone obligatoriamente su creación, siendo las leyes del Estado y las de las Comunidades autónomas las que se encargarán de regular este nuevo estamento. Nuevo, como digo, y viejo porque los trucos en su designación, por muy ingenuos que seamos, saltan a la vista ya que no es aventurado afirmar que estamos ante un horizonte risueño y abierto a la politización de la función pública, justo el camino contrario que debería haber iniciado el Estatuto para acomodarse al programa electoral del PSOE que muchos votamos.


La ley impone unos procesos de evaluación del trabajo de los funcionarios que serán bienaventuranzas para las empresas privadas dedicadas a tales menesteres. Nadie lo dude: el gozoso «evaluaos los unos a los otros» que el Estatuto proclama las hará ricas.


En fin, el sistema de carrera mediante la conquista de «grados» por cambios a un puesto de mayor nivel (propio de la reforma de los años 80) ha sido descalificado ahora por el legislador introduciendo además lo que Ramón Parada, un consumado experto en la materia, no en balde ha sido funcionario de dos cuerpos civiles y uno militar, ha calificado con gracia como «la carrera de los inmóviles» (Derecho del empleo público, Madrid, 2007). Esta singular modalidad deportiva se debe a que es posible ascender sin moverse, sin asumir nuevas responsabilidades, y tal milagro se produce introduciendo mecanismos horizontales de progresión y reconocimiento.


Esto es más o menos lo que hay. Ahora bien, el Estatuto se llama «básico», es decir que anuncia otras leyes, del Estado y por supuesto de las 17 comunidades autónomas. De verdad, con la mano en el corazón, ¿es tan plural España como para que se necesite este festival de normas? ¿Exige tantos sacrificios y tantos exvotos la diosa de la autonomía territorial? ¿No estamos creando el paraíso del rábula?



Por Francisco Sosa Wagner

, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de León

coautor del libro El Estado fragmentado, Trotta, 2007 (EL MUNDO, 20/09/07)

domingo, 18 de noviembre de 2007

LA RALEA

"La bandera española, es decir, nuestra patria, es libertad, derechos y ciudadanía. Yo me siento orgulloso de llevar esa bandera. Eso es ser patriota."

¿Adivinan Uds. quién ha pronunciado con toda rotundidad esta sentencia? No, no busquen por ahí. Ni la hemos dicho nosotros (aunque lo pensamos) ni ningún exaltado de ningún nacionalismo. La ha enunciado el nunca bastante alabado (por Pepiño) señor Rodríguez (Zapatero) en la Casa de Galicia de Buenos Aires y en el Centro Gallego de Montevideo. Sí, exactamente, piensan Uds. bien, se trata de ese mismo señor Rodríguez que no quiere hacer cumplir la Ley de banderas. Ese mismo José Luis cuyo Partido, que él dirige, vota en la FEMP para, sencillamente, hacer que se incumpla la Ley, incluso en Ayuntamientos gobernados por el P.S.O.E.. Ese mismo Presidente de Gobierno que relativiza el concepto de nación para debilitar la Nación española y constitucional. En fin, se trata de nuestro gran timonel.

¿Cómo se casa la realidad de su actitud con esa preciosa frase que encabeza nuestro escrito? Desfachatez es la figura. Pura y hedionda desfachatez.

Y eso es lo que nos lleva al argumento central que queremos someter a su consideración: la calaña actual de nuestros políticos.

Estamos convencidos que nuestra Constitución era, en su nacimiento, tan ambigua, frágil e imperfecta como lo es ahora. Pero si ha asegurado veintiséis años de relativa prosperidad y convivencia democrática, sin duda se debe en gran parte a la actitud magnífica de los ciudadanos españoles, pero también, en buena parte, a la actitud leal, constructiva y plena de buena voluntad de los políticos de entonces. Es evidente que no fueron perfectos ( recordemos el GAL o el Prestige, por ejemplo) y que hubo excepciones sibilinas (Jordi Pujol, por ejemplo) en esos estados de ánimo. Pero, en consideración global, fueron políticos y gobernantes que intentaron jugar limpio con nuestra Constitución y que, en mayor o menor grado, tenían en cuenta las necesidades de la sociedad española. Eso es lo que también permitió avanzar a España.

Pero ahora, sustituya Ud. al Señor Suárez, por los señores Acebes y Zaplana capaces de llevar al Tribunal Constitucional el nuevo Estatuto de Cataluña y , a la vez, copiarlo y alabarlo en Andalucía por intereses electorales propios (desfachatez, decíamos). Sustituya Ud. al Señor González, que convoca unas elecciones (que pierde) porque no quiere ceder el 15% de los impuestos a Jordi Pujol , por el señor Rodríguez que dice cualquier cosa y su opuesta según le convenga para engañar a los electores y que cede hasta la hijuela a los separatistas. Sustituya Ud. al Señor Roca y al Señor Ardanza por Ibarreche o Carod ( ¡Josep Lluis, por favor!) que, sencillamente, pretenden delinquir para romper la sociedad española.

Tras el ejercicio de sustitución, llegamos a la conclusión: la ciudadanía española está, en estos momentos, sometida a unos políticos españoles de escasa moral política. Se mueven por intereses de poder personal y partidista sin tener ningún otro valor de referencia. El bien público les importa bastante menos que sus éxitos electorales y que sus trapicheos post-electorales por hacerse con poltronas y coche oficial. Para lo cual el disimulo , el engaño, la demagogia y el populismo son ingredientes indispensables de su quehacer. De vez en cuando, toman alguna medida beneficiosa, sin duda, porque no se puede engañar todo el rato a todo el mundo y deben contentar a sus electores, pero lo grave es que la orientación básica de sus acciones, lo que realmente motiva sus decisiones, son objetivos de poder cortoplacistas. ¿Que se sacrifican intereses superiores, los del futuro de la ciudadanía española? Pues no importa, el que venga detrás que arree.

Por eso cuando el Partido Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía reclama un pacto de Estado entre los grandes partidos para reconducir el desguace de España y poner coto a los chantajes separatistas, aunque cumple con su obligación de cara a la sociedad, clama en el desierto. Poco habrá que hacer mientras tengamos esta generación de políticos.

Pero, por eso también, en la próxima campaña electoral el Partido Ciudadanos debe hacer oír su voz y zarandear a los electores españoles, para ir regenerando la política de nuestra nación, lo que pasa, inevitablemente, por ir jubilando a gran parte de nuestros politicastros actuales.

Enrique Calvet