Los comunistas
Francesc de Carreras
La idea que hoy se suele tener de los comunistas es manifiestamente injusta con lo que muchos de ellos realmente fueron. Es muy fácil - y muy creíble porque en parte es cierto - despachar el asunto por la cómoda vía de afirmar que los comunistas eran tan totalitarios como los nazis o los fascistas, todos ellos un trágico y lamentable episodio de la historia europea del siglo XX. Un juicio de esta naturaleza es simplista, incompleto y, en definitiva, falso. Los comunistas han sido eso pero también algo muy distinto: sin ellos probablemente las actuales democracias europeas no hubieran llegado a ser lo que hoy son. La vida de Gregorio López Raimundo, fallecido el sábado pasado en Barcelona y enterrado con la sencilla discreción que a él tanto le gustaba, constituye un claro ejemplo.
Situémonos en el período de entreguerras, desde el final de la guerra europea hasta 1945, con la derrota de la Alemania nazi y de la Italia fascista. Recordemos también la crueldad de las bombas atómicas arrojadas innecesariamente sobre Hiroshima y Nagasaki. En este período los comunistas mostraron todos los horrores del totalitarismo estalinista y toda la generosidad de las luchas contra los totalitarismos de signo contrario.
Ciertamente fueron comunistas los primeros que asolaron mediante el terror la Unión Soviética: desde la implacable dictadura que ya se anunciaba con la frase "¡libertad ¿para qué?", atribuida a Lenin por Fernando de los Ríos en 1920, hasta las purgas de los años 1937 y 1938 y el infierno del "gulag". Pero también muchos comunistas fueron heroicos resistentes a los totalitarismos fascistas, nazis y franquistas. Curiosa paradoja e indudable realidad: unos que se llamaban comunistas eliminaban todo vestigio de libertad en unos países, otros que también se consideraban comunistas encabezaban otros países la lucha por la misma libertad.
Escaso éxito parece haber tenido la obra de Flotats sobre Stalin y es una lástima. No es una gran pieza de teatro pero tiene gran interés porque allí aparecen entremezclados los dos ejemplos de comunistas: los que han sido víctimas y los que han sido verdugos. Obviamente Stalin es el comunista verdugo, un verdugo complejo: cínico, maquiavélico, burocrático y déspota. Pero también las víctimas de ese verdugo son comunistas: la infeliz pareja de enamorados o el honesto médico que dirige el hospital. El comunismo ha sido a la vez un ideal de vida generoso y un siniestro sistema de organización social. Y los comunistas, en muchos casos, no supieron darse cuenta a tiempo del papel que estaban jugando en medio de tal embrollo. Por ello hay comunistas y comunistas, buenos y malos. Sin entender eso, no se entiende la historia.
Gregorio López Raimundo fue un notorio protagonista de esta época. Entró en el PSUC con poco más de veinte años, en plena guerra civil, siguiendo las huellas de su hermano, poco después asesinado. Tras la derrota, dedica su vida a luchar contra el franquismo siempre a través de procedimientos democráticos: a la violencia nunca se la debe combatir con las mismas armas sino con la fuerza legítima que sólo da la razón. Su hermoso libro de memorias "Primera clandestinidad" escrito en una brillante prosa inhabitual en alguien que no es escritor, constituye un testimonio inapreciable sobre las inmensas dificultades para rehacer una trama de oposición al franquismo en la inhóspita Barcelona de los años cuarenta. Al final, es detenido y condenado a muerte. Tras una campaña de apoyo internacional, fue indultado in extremis junto a otros compañeros. Podía haberse retirado: la Unión Soviética le hubiera dado cómoda acogida. Pero lo suyo no era la comodidad sino la lucha, el ideal. Vuelve a la clandestinidad a principios de los años sesenta ya convertido en mito y pronto se convierte en el rostro invisible de la dirección de los comunistas catalanes.
Por aquellos años circula el rumor de que Gregorio reside en Catalunya pero nadie – casi nadie, claro – le conoce. En 1971, el Guti anuncia a la llamada "comisión de unidad" que el camarada Martín asistirá a una de sus reuniones. Todos ponen cara de sorpresa menos yo, ignorante de la identidad que se escondía tras dicho nombre de guerra. El lugar de reunión se prepara con gran minuciosidad: debe utilizarse una casa de alguien que no sea del partido y sus dueños nunca deben saber quiénes han sido los asistentes. La plácida y bondadosa apariencia de Gregorio, sus educadas maneras de comportarse, me dejan fascinado. Se debate el último comunicado de la ejecutiva, un documento extenso y farragoso. Recuerdo una objeción: no es cierto, como se decía en el texto y en muchos anteriores, que Andreu Nin fuera trotskista al ser asesinado. Gregorio se muestra de acuerdo, dice que nunca más aparecerá tal error en un documento y cumple la promesa.
Gregorio escuchaba y aprendía, sus contactos con los militantes no eran para dar órdenes sino para enterarse de lo que sucedía a su alrededor. Si el PSUC dirigió la lucha antifranquista en Catalunya fue porque su dirección estaba en el interior y conocía lo que sucedía en la sociedad. Al cabo de poco me lo encuentro en un kiosko, hojeando periódicos. Se da cuenta, desvía la mirada y desaparece rápidamente, sin cruzar palabra. Así era su vida, así era la dura clandestinidad. Así eran aquellos honrados comunistas que calladamente tanto contribuyeron a la vuelta de la democracia en España.
Francesc de Carreras
Catedrático de derecho Constitucional de la UAB