sábado, 17 de noviembre de 2007

¿Hacia un Estado paternalista?

Publicado en soCiedad.es blog de la jornada política de Ciudadanos que se celebrará en Madrid el 24 de noviembre.

Francesc de Carreras.

Crece la sensación de que el Estado, los poderes públicos en general - también las comunidades autónomas, los ayuntamientos y la Unión Europea- tratan a los ciudadanos como los padres tratan a sus hijos menores de edad: les aconsejan lo que deben hacer, cómo deben comportarse, incluso qué deben pensar. Y, de manera más o menos velada, nuestras autoridades añaden aquella frase irritante, aunque cierta, que los padres dirigen a sus hijos para convencerles de que acaben de comerse la insípida verdura hervida que les dan para cenar: «Te lo digo por tu bien».

Efectivamente, el paternalismo de los poderes públicos está en fase de expansión: no fumes, no bebas, conduce despacio, haz deporte, ponte el cinturón de seguridad, la historia de tu país es ésta y no otra, debes tener hijos, habla una determinada lengua, lee libros, no contamines… Cada vez más, el Estado se comporta como un padre, como un padre moralista y muy pesado.

¿Debe un Estado adoptar este tono paternal, es decir, debe procurar que los ciudadanos sigan determinadas conductas por la simple razón de que las considera beneficiosas? A primera vista, quizás parece que sí, que efectivamente el Estado debe procurar lo mejor para sus ciudadanos, que una de las tareas de un Estado social como el nuestro es precisamente ésta. Sin embargo, desde una perspectiva liberal y democrática, la respuesta ha de ser indudablemente negativa: el Estado está para otras cosas, no debe pretender el bien de los ciudadanos, sino su libertad, que no es lo mismo. Un Estado social no es un Estado paternalista.

Quizás la confusión parte de ahí, de una equivocada concepción del Estado social. Como es sabido, el Estado social - que figura como una de las características de nuestro Estado en el artículo 1 de la Constitución- viene a culminar el Estado liberal de derecho propio del siglo XIX. El Estado liberal garantizaba una teórica libertad que no era válida para todos, sino sólo para una minoría y, por tanto, dejaba de lado el principio de igualdad. El Estado era liberal pero no igualitario ni democrático. Los derechos no eran iguales para todos. Esto lo advirtieron pensadores liberales como Stuart Mill y, por supuesto, todos los socialistas: el Estado debe estar fundamentado en la libertad y la igualdad, en ambos valores. Por tanto, no sólo debe garantizar derechos individuales, sino también asegurar derechos sociales para que todos disfruten de una igual libertad: una sociedad no es libre si todos los que la componen no tienen las mismas posibilidades de ser libres. Para ello se necesitaba que el Estado interviniera en economía y prestara determinados servicios sociales: educación, sanidad y pensiones entre los más significativos.

Esto es el Estado social: un Estado que asegura la igualdad de oportunidades para que las personas disfruten del mismo grado de libertad. Cosa distinta es el Estado paternalista, aquel que dice tener criterios morales sobre las conductas individuales para, a partir de estos criterios, promulgar normas y emprender políticas destinadas a hacer el bien y evitar el mal a los ciudadanos, limitando así la libre actividad de éstos, incluso ahorrándoles su propia responsabilidad. Esta sustitución de decisiones individuales en una esfera que es propia de cada individuo, y en la cual sólo él debe decidir libremente, poco tiene que ver con la tradición liberal y mucho con la tradición contraria: la propia del despotismo ilustrado de la cual los totalitarismos del siglo XX son, en más o en menos, claros herederos.

La tradición liberal está perfectamente definida en aquel conocido párrafo de Kant: «Nadie me puede obligar a ser feliz a su manera (es decir, en la forma que él se imagina la felicidad), sino que cada uno puede buscar su felicidad por el camino que escoja siempre que no perjudique la libertad de los demás, de manera que su libertad pueda coexistir con la libertad de todos según una ley universal».

En efecto, el Estado no tiene la misma finalidad que tiene un padre sobre sus hijos menores, esto es, procurar su bien. El Estado debe, simplemente, procurar la igual libertad de todos, dado que es un instrumento que los hombres se han inventado para alcanzar este fin. Por tanto, ese Estado debe respetar la libertad de los individuos - aun a riesgo de que, al ejercer esta libertad, se perjudiquen a sí mismos- y su función es, mediante leyes, limitar esa libertad sólo para impedir que se vulnere la libertad de los demás. Así pues, la finalidad de un Estado liberal democrático no es hacer el bien, sino garantizar la igual libertad de todos.

¿Nos encaminamos hacia un Estado paternalista abandonando la senda liberal, democrática y social? Hay síntomas de ello en algunas de las actitudes de nuestros gobernantes. Quizás pronto sea realidad aquella profecía que formulaba Alexis de Tocqueville al final de La democracia en América:»Por encima de los hombres se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga, él sólo, de asegurar sus goces y de velar por su suerte. Es absoluto, detallista, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como éste, tuviera por objeto preparar a los hombre para la edad viril; pero no, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia». Si ello llegara a suceder, habríamos llegado a 1984,la fecha fatídica que señalara Orwell.

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 15/11/07)

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Imposturas e impuestos

Ernest Maragall hacía semanas atrás unas declaraciones intachables desde la lógica nacionalista. Según el hermano del ex President de la Generalitat, "La condición de sujeto político pleno implica […] la necesaria compatibilidad entre unidad nacional y alternancia de proyectos y responsables políticos. Por tanto, […] si el Estatut es nuestra Constitución, debemos compartirlo todos. En Madrid, en Bruselas, en el mundo, sin fisuras."

La aserción platea algún que otro problemilla no menor. El primero es de planteamiento. La condición de sujeto político pleno está asociada a la de soberanía. Y no es baladí recordar que ésta se reserva en la Constitución Española al conjunto del pueblo español. Maragall puede discurrir con total libertad acerca de cómo se llega a esa condición política plena, pero los políticos catalanes no pueden aspirar a esa condición sin el concurso decisorio del resto de los ciudadanos residentes a lo largo y ancho de la geografía española.

El segundo 'problema' es que las fuerzas no nacionalistas no comparten la filosofía plasmada en el tan manido Estatut. La alternancia dentro de un régimen, cualquiera, sólo tiene sentido cuando las partes –las distintas formaciones que podrían llegar a formar gobierno– han pactado esa norma sin ceder a la tentación de imponérsela a las minorías coyunturales. El siglo XIX ofrece copiosos ejemplos de vertiginoso cambio constitucional. Una experiencia que sin duda tuvieron en cuenta los legisladores constituyentes de 1978 a la hora de redactar la Constitución Española ahora en vigor.

Cuando una norma básica de convivencia se impone, y más aún, como en el caso catalán, cuando esta norma goza de un muy bajo respaldo popular en las urnas, reclamar la unidad leal de todas las fuerzas políticas entorno a ella no es más que un burdo ejercicio dialéctico. ¿También tendrá que apoyar la constitución de Chávez la –por otra parte más bien inepta– oposición venezolana cuando aquella entre en vigor? Habría que oír al señor Maragall II a este respecto.

El tercer pero a la frase 'maragalliana' es la equiparación de Estatut y Constitución. Mal que le pese al recientemente 'piquerizado' Daniel Sirera, el Tribunal Constitucional aún conserva la potestad de echar abajo la norma fetiche de los nacionalistas catalanes, dada la más que dudosa constitucionalidad de un gran número de artículos en ella contenidos.

Mejor nos iría, tal y como escribía Félix Bornstein en la edición dominical del diario El Mundo, si los partidos políticos que se proclaman de izquierdas se dedicasen, no a aplaudir con la orejas la supresión del impuesto del patrimonio –como ha hecho el nuevo Secretario General de los socialistas madrileños, Tomás Gómez–, sino proponiendo la reforma de un impuesto que tiene aún un claro papel reservado en un Estado que se define a sí mismo, recordemos, como "social y democrático de derecho".

Que la estructuración de un impuesto presente deficiencias no nos puede llevar directamente a abogar por su supresión. Como bien escribe Bornstein, ni la filosofía del impuesto del patrimonio es injusta, ni su implementación concreta tiene por qué serlo. Reclamar la eliminación antes que la reforma más bien parece un recurso de complaciente pereza intelectual por parte de algunos.

Jacobo Elosua

lunes, 12 de noviembre de 2007

Peor perspectiva económica (II)

Publicado en Estrella Digital
Luis de Velasco

Esta columna comentaba la semana pasada el alza de la inflación y los recortes a la baja en las previsiones oficiales de crecimiento. Ese cambio de ciclo parece confirmado, a la vista de la última previsión entregada este pasado viernes por la Comisión Europea. Prevé un crecimiento del 3 por ciento en el PIB en el 2008, del estimado 3,8 para el año presente. La baja sería mayor para el siguiente año: el 2,3 por ciento, frente al 2,4 de la media europea de los Veintisiete.

Las previsiones son simplemente eso, previsiones a las que no hay que conceder un carácter de dogma, especialmente en estos tiempos en que, por ejemplo, el precio de algo importante como es el del petróleo siempre ha ido por delante de los previstos en esos cálculos. Pero aun así, indican claramente una tendencia, y en el caso español es que nuestra economía ha entrado no en fase de recesión, como afirmaron algunos, pero sí en una de menor crecimiento.Justificar a ambos lados

El denominado por algunos “milagro económico español”, crecimiento que se ha prolongado durante una docena de años (otra cosa bien diferente es cómo se han repartido los frutos del mismo, sin duda de manera crecientemente desigual), esta agotándose y están saliendo a la luz las débiles bases en las que se asienta.

Esas bases son bien conocidas. Del lado de la demanda, un crecimiento del consumo privado basado en el desahorro y el endeudamiento de las familias (lo mismo que en el de las empresas). Del lado de la oferta, la recalificación y el ladrillo tanto residencial como de obra civil, con una secuela notable de especulación, corrupción y destrozos irreparables. Este sector se ha alimentado, casi exclusivamente, de mano de obra inmigrante, con salarios y derechos laborales sensiblemente bajos, lo que ha hecho que durante estos años el salario real global de la totalidad de la mano de obra haya permanecido casi estancado y la distribución funcional de la renta nacional haya crecido a favor de los excedentes empresariales y en contra de la participación salarial. El paro sigue tenazmente en el 8 por ciento, la temporalidad en cerca del 35 por ciento y la actual debilidad del crecimiento se está empezando a notar ya en ese mercado afectando, sobre todo y en este primer momento, a los inmigrantes (menos mal que no votan).

La productividad de la mano de obra continúa siendo ridículamente baja, con ritmos de crecimiento en el entorno de medio punto por ciento anual. El resultado, de ese y otros factores de larga data y de carácter estructural, es la muy baja competitividad de la empresa española, muestra de la cual es el enorme déficit comercial y la baja proporción de la exportación española en el comercio mundial de mercancías.

El anunciado y deseado relevo de este modelo perverso de crecimiento a cargo de las tecnologías avanzadas es más bien una expresión de buenos deseos que una realidad, al menos en el corto plazo. España sigue ocupando una posición intermedia y complicada en la rápidamente cambiante división internacional del trabajo. No cabe pensar en competir por costes sino en sectores de tecnología avanzada y en los que los intangibles, el valor añadido sean la base. Y de eso estamos lejos. Lo prueba el decreciente flujo de inversión directa extranjera recibida, muestra de que la capacidad de competir y de atraer de nuestra economía es ya limitada.

Difíciles tiempos económicos, en resumen, para quienes se hagan cargo de la gobernación de este país después de marzo. Aunque aún más difíciles y envenenados son los otros asuntos que deja el actual Gobierno socialista con sus aliados nacionalistas.

Luis de Velasco

Seriedad, dignidad, saber estar...

Hoy podríamos tomar dos ejemplos recientes, en un área que no aparece frecuentemente en los escritos de Ciudadanos, para reflexionar como, de manera poco aparente, el ataque a la inteligencia de los ciudadanos y a su dignidad, es cuasi permanente. Aunque sea en temas más alejados de la problemática cotidiana o de los problemas más graves y estructurales.

Nos referiremos a dos hechos acaecidos en política exterior y, por lo tanto, importantes, no sólo para el bienestar de los españoles, sino para su autoestima y su imagen ante el mundo.

En primer lugar, detengámonos un momento en lo acaecido en el Chad y su muy feliz desenlace. Despreciando absolutamente la inteligencia de los españoles, uno de los bandos políticos aprovechó la intervención de Sarkozy en la primera fase de la liberación para lanzar una jauría de portadores de insultos sobre la absoluta incompetencia y el ridículo de nuestra diplomacia. Evidentemente, nadie explicó a los ciudadanos españoles que.:


-          Francia no hubiera hecho esta exhibición si no fuera a desplegar 3.500 soldados en el Chad, en la zona fronteriza con Darfur. Había que resolver cuanto antes para evitar contaminar el despliegue.

-          Además, el estilo Sarkozy es inusitado en diplomacia. Y tiene sus riesgos. A este paso, cada vez que un francés tenga un lío internacional, la sociedad francesa va a reclamar al Presidente que se involucre personalmente y lo resuelva. Finalmente ha logrado enfadar a las autoridades chadianas, comprometiendo la repatriación de los demás franceses.

-          España no tiene representación diplomática en el Chad. Francia sí, desde luego, y mil soldados estratégicamente repartidos, y mucha cooperación, y acceso a la administración.

Por lo que, lo más eficaz y competente, sin duda, para la diplomacia española era apoyarse en la obligada y poderosa intervención francesa y, una vez ésta enfrentada con los chadianos, aprovechar nuestra actitud de respeto y el hecho de no ser franceses para conseguir la repatriación de los tres últimos españoles, sin alharacas.

Dicho de otra manera, esta vez se hizo bien. Ciudadanos tiene posturas distantes en varios aspectos de la política exterior española (América Latina, ayuda al desarrollo, etc..) pero fundamentadas y serias. Lo que es de lamentar es la penosa actitud de determinados políticos para trivializar los temas y manipular los asuntos creyendo que, igualmente, van a manipular la mente de "unos pobres súbditos drogados por la televisión". Todo menos informar con la verdad.

        La reflexión es importante pues cuando C's-Partido de la Ciudadanía afirma que va a regenerar la democracia, está refiriéndose también a esto. Jamás considerará a los españoles menores de edad mental y jamás practicará el sectarismo del todo blanco o todo negro. El contrato con los ciudadanos de España incluye respetarlos y respetar la verdad.

Y, si vamos al segundo asunto, vemos que también conviene respetar su imagen exterior. Nos referimos al enfado del monarca español en la cumbre iberoamericana y su ida y vuelta a la reunión. No discutimos en absoluto, la indignación del Rey, cargada de razón y que supone, en ese foro, la indignación de la sociedad española; las acciones del Rey en ese marco son las acciones de nuestro representante, no son un enfado privado. También puede ser un acierto expresarlo abandonado la reunión. Pero, como dicen los franceses…"Il y a la manière" ("hay que cuidar las formas"...). No creemos de recibo que , en ese marco, el monarca tuviera que utilizar el tuteo hacia otro Jefe de Estado, ni una expresión tabernaria. La imagen que da de los ciudadanos españoles es así zafia y falta de clase. Y, por supuesto, un Jefe de Estado español se levanta solemnemente, manifiesta su total rechazo a la actitud intolerable en lenguaje pausado y correcto, y, con todo aparato y demostración , abandona la reunión llevándose, inexcusablemente, a toda la delegación española con él. Saber estar, se llama. Una pista, imagínense una situación similar con la reina de Inglaterra y Toni Blair, verbigracia.

Por supuesto los corifeos de turno se han volcado en apoyar al monarca y en decir que la culpa de todo es de los malditos enemigos políticos que, a su vez, han voceado que todo estaba acordado con el Rey. Patético chalaneo de triste repetición. El caso es que, una vez más, se trata a los ciudadanos españoles de tontos de baba y se les intenta manipular para que sean de "su" bando por lo malísimo que es el otro. Pues los ciudadanos españoles, señores políticos profesionales, a juicio del que firma, sobre una buena causa, han salido con una imagen de vulgares pendencieros y de una diplomacia de comportamiento bananero, y no se lo merecen.

Estamos seguros que el Partido de la Ciudadanía también será sensible a la imagen exterior de la ciudadanía, pero, sobre todo, no aprovechará cualquier circunstancia, retorciéndola y manipulándola, para hacer demagogia, sino para informar y someter a los españoles la verdad y la importancia real (aunque no sea aparente) de los acontecimientos.

Más que una regeneración, una revolución en el debate político.

Enrique Calvet