miércoles, 11 de julio de 2007

Miguel Angel


De la primera generación de españoles que se amamantó en democracia, vasco hijo de gallegos, roquero, licenciado y con novia formal. Entonces, como ahora, podría estar describiendo el perfil de nuestros hermanos mayores. Aquellos que empezaron a manejar ordenadores; a objetar de conciencia; a viajar al extranjero para aprender idiomas y que nos dejaron en herencia algunos de los últimos vinilos. En su caso habrían sido de Héroes del Silencio, el grupo que idolatraba y al que intentaba emular a la batería de Poker, la banda que formó con sus amigos.

Lo que se sale de su arquetípico perfil es el compromiso político y militante. Un compromiso que nació en las peores circunstancias que un europeo contemporáneo podía, y todavía hoy puede, vivir en un país en paz en el final del siglo XX y que se limitaba a un modesto puesto de concejal, al que se dedicaba en los ratos robados a su trabajo en una empresa. Las peores circunstancias que se vieron sangrantemente evidenciadas sobre el cadáver de Gregorio Ordóñez, en las calles del más rico -económica y gastronómicamente- San Sebastián. El asesinato de “Goyo” hizo que eclosionara la indignación y que, desde entonces, pasara a combatir en el lado de la verdad y la democracia del que sólo le apartarían los dos disparos del terrorista Txapote.

Su tragedia fue, en esos días de julio, la de todos. La de una nación cuyos ciudadanos plantaron cara al terror y comenzaron a ganar la batalla después de los años oscuros. Y la ganaron palmo a palmo, en la calle, hasta lograr imágenes nunca antes vistas. Instantáneas que se resumen en una: la de los verdugos que se quitaron los agentes de la Policía autonómica, al saber que la muy mayoritaria minoría violenta se había visto obligada a ceder terreno. Ermua marca, desde hace una década ya, el único camino digno y posible para el único deseo democráticamente aceptable: la derrota del terrorismo nacionalista vasco a manos de los demócratas de España.
Julio Veiga

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