jueves, 22 de noviembre de 2007

Días de agua en Dogville

Publicado en soCiedad.es


Félix Ovejero


Según parece, en la parte no costumbrista ni bullanguera de sus estatutos, varias comunidades autónomas están dispuestas a incluir «el derecho a disponer de sus ríos». La locura colectiva nunca es una explicación, sino su ausencia, de modo que habrá que buscar otras razones para entender cómo también en estos asuntos se ha desatado la delirante carrera por «lo propio». También ahora, por supuesto, decorada con apelaciones a la «libertad, la solidaridad, la igualdad». Incluso, a la sostenibilidad. Sólo echo a faltar la identidad. Ahora déjenme que les hable de una película. Quienes no se durmieron durante la proyección, quizá recuerden la historia que Lars von Trier nos contaba en Dogville. Una mujer, el personaje interpretado por Nicole Kidman, perseguida por unos gánsteres es acogida a cambio de algunos trabajos en un pequeño pueblo de las Montañas Rocosas. Más tarde, cuando las gentes de Dogville descubren la importancia de la refugiada para sus perseguidores, sus exigencias se desatan, hasta llegar a las fronteras de la esclavitud. Se convierten en los principales beneficiarios del aumento del precio de la protección. Poco a poco, su comportamiento resulta más miserable. El de todos. La protagonista no está amasada con mejor barro, como lo confirma su venganza final. El enfático director, respetuoso con nuestra imbecilidad, se siente obligado a subrayarlo por medio del narrador: «Seguramente ella se hubiera comportado de la misma manera si hubiera vivido en aquellas casas».


Qué duda cabe, los habitantes de Dogville no constituían un ejemplo de civismo. La tentación inevitablemente protestante es atribuir su comportamiento a una naturaleza humana destruida por el pecado. El solemne director no la evita como explicación última, pero su diagnóstico más inmediato parece precipitarse en un sombrío pesimismo sobre la falta de carácter. Puede ser. Muchas veces, al escarbar por detrás de lo que parece miseria moral no encontramos más que pobreza de espíritu, personas que se embarcan en biografías demasiado grandes para su capacidad de gestión. No es un problema sin solución. En realidad, la solución es trivial. Si se quiere evitar el comportamiento miserable, la prudencia recomienda evitar situaciones que nos vienen demasiado grandes. El problema de Lord Jim no era su cobardía, sino su profesión. Si uno no está a la altura, no se mete a trapecista. Como siempre, dar un consejo es más sencillo que ejecutarlo. Cuesta reconocer en uno mismo la pobreza de espíritu y no es fácil resistir la vanidad de muchos retos. Por lo demás, ninguna salida es airosa y la excesiva cautela también tiene su reverso: por evitar los retos se evita la exposición al mundo y, con ello, la vida se empobrece.


Pero Dogville era un pueblo y los diagnósticos calvinistas ayudan poco a entender a los muchos. En tales casos, de nada sirven las ingenierías del alma. La vileza colectiva es algo más que un amasijo de vilezas. En realidad, bastantes cobardías compartidas se abastecen de baladronadas privadas. Sietemachos, los jugadores de hockey sobre hielo, en sus manifestaciones públicas se mostraban contrarios al uso del casco, aunque, con la boca pequeña, reconocían su necesidad. Querían que les «obligaran» a usarlo, a no tener que ser unos valientes, pero les faltaba valor para decirlo. Son muchos los ejemplos en los que elegimos libremente limitar nuestra libertad. También para ser más libres. Ulises, temeroso de su flaqueza ante los cantos de las sirenas, ordenó a su tripulación que le atara al mástil y bajo ninguna circunstancia atendiera a sus órdenes posteriores de liberarlo. Nuestras constituciones nos impiden votar ciertas cosas que podrían poner en peligro nuestras libertades. Los habitantes de Dogville, seguramente, no estaban orgullosos de sus vejaciones, y, acaso, en el fondo de sus almas, preferían no comportarse como lo hacían. Cada uno podía desear que todos vieran cancelada la posibilidad de decantarse por la parte más despreciable de ellos mismos. Pero, pensaban, qué puedo yo hacer. Si sólo cambio yo, nada cambiará y, además, me tomarán por imbécil, no sin razones, porque perderé mis privilegios con la refugiada. El final de esas historias es conocido: gana el peor de nosotros mismos. Lo contaba impecablemente Gil de Biedma, hablando consigo mismo en un poema: «Y si yo no supiese, hace ya tiempo, que tú eres fuerte cuando yo soy débil, y que eres débil cuando me enfurezco…».


Volvamos a la política y al derecho a las aguas propias. Una circunstancia resulta llamativa en la reclamación de ese singular derecho. Todos dan gritos pero ninguno articula las palabras, ninguno es el primero en precisar su reclamación. Cada uno parece estar a la espera de lo que los demás hagan, para no quedarse atrás. Nadie es el primero porque todos quieren ser el último y poder añadir, como Groucho, «y dos huevos duros». Pero, como en Dogville, no debemos pensar que estamos ante un inevitable designio de la naturaleza humana. Al igual que los jugadores de hockey, quizá preferirían que «les prohibiesen» hacer lo que no quieren hacer. Preferirían la política, lo público, aquello que no les obliga a comportamientos heroicos e irrelevantes. Pero, con las reglas del juego que tienen, no les queda otra. Defender el interés general, de todos, en el propio Estatuto es un camino seguro al fracaso. Es ésa la única parte no retórica de la reclamación de «un acuerdo entre los partidos de ámbito nacional». Sólo es ésa, pero es fundamental, es la que relaciona a la política con la justicia, la que hace que en el debate democrático las consideraciones de igualdad y de justicia sustituyan al trapicheo negociador de «si no jugamos a lo que yo quiero, me llevo mi pelota».


¿Cómo acaban estas cosas? Como casi todo, mal. Les doy un ejemplo para que lo practiquen con los amigos. Subasten un billete de 100 euros, con la siguiente regla de juego: «El billete se lo queda el que más ofrece, pero paga el segundo en la puja lo que ha ofrecido». Prueben, prueben. Al principio, todos quieren jugar, ¿quién no está dispuesto a conseguir cien euros a cambio de uno? Claro que, inmediatamente, otro pensará lo mismo a cuenta de dos euros. Al rato, el dilema será: «Prefiero pagar 23 euros a perder 22». En cierto momento, alguien estará ofreciendo 97 euros para no pagar 96 y su reflexión ya será más calamitosa: «Cómo me escapo de aquí sin pérdidas». Poco más tarde estarán ofreciendo más de cien euros y la fiesta llevará camino de arruinarse. Le llaman «efecto Macbeth». Ya se pueden imaginar por qué.


A pesar del cenizo Von Trier, los seres humanos estamos dispuestos a asumir cargas personales por razones justas. No es buenismo antropológico. Tenemos pruebas empíricas y razones evolutivas para pensar que no somos unas malas bestias. Pero es tarea de la política dar cauce a esas disposiciones, dar forma institucional a la voluntad colectiva de establecer reglas que nos hagan más sencillo hacer lo que debemos hacer, que no obliguen a nadie a ser un héroe para ser un ciudadano. Mientras tanto, tristemente, al buen ciudadano se lo tomará por un gilipollas.


Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 23/06/06)

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