Imposturas e impuestos
Ernest Maragall hacía semanas atrás unas declaraciones intachables desde la lógica nacionalista. Según el hermano del ex President de la Generalitat, "La condición de sujeto político pleno implica […] la necesaria compatibilidad entre unidad nacional y alternancia de proyectos y responsables políticos. Por tanto, […] si el Estatut es nuestra Constitución, debemos compartirlo todos. En Madrid, en Bruselas, en el mundo, sin fisuras." La aserción platea algún que otro problemilla no menor. El primero es de planteamiento. La condición de sujeto político pleno está asociada a la de soberanía. Y no es baladí recordar que ésta se reserva en la Constitución Española al conjunto del pueblo español. Maragall puede discurrir con total libertad acerca de cómo se llega a esa condición política plena, pero los políticos catalanes no pueden aspirar a esa condición sin el concurso decisorio del resto de los ciudadanos residentes a lo largo y ancho de la geografía española. El segundo 'problema' es que las fuerzas no nacionalistas no comparten la filosofía plasmada en el tan manido Estatut. La alternancia dentro de un régimen, cualquiera, sólo tiene sentido cuando las partes –las distintas formaciones que podrían llegar a formar gobierno– han pactado esa norma sin ceder a la tentación de imponérsela a las minorías coyunturales. El siglo XIX ofrece copiosos ejemplos de vertiginoso cambio constitucional. Una experiencia que sin duda tuvieron en cuenta los legisladores constituyentes de 1978 a la hora de redactar la Constitución Española ahora en vigor. Cuando una norma básica de convivencia se impone, y más aún, como en el caso catalán, cuando esta norma goza de un muy bajo respaldo popular en las urnas, reclamar la unidad leal de todas las fuerzas políticas entorno a ella no es más que un burdo ejercicio dialéctico. ¿También tendrá que apoyar la constitución de Chávez la –por otra parte más bien inepta– oposición venezolana cuando aquella entre en vigor? Habría que oír al señor Maragall II a este respecto. El tercer pero a la frase 'maragalliana' es la equiparación de Estatut y Constitución. Mal que le pese al recientemente 'piquerizado' Daniel Sirera, el Tribunal Constitucional aún conserva la potestad de echar abajo la norma fetiche de los nacionalistas catalanes, dada la más que dudosa constitucionalidad de un gran número de artículos en ella contenidos. Mejor nos iría, tal y como escribía Félix Bornstein en la edición dominical del diario El Mundo, si los partidos políticos que se proclaman de izquierdas se dedicasen, no a aplaudir con la orejas la supresión del impuesto del patrimonio –como ha hecho el nuevo Secretario General de los socialistas madrileños, Tomás Gómez–, sino proponiendo la reforma de un impuesto que tiene aún un claro papel reservado en un Estado que se define a sí mismo, recordemos, como "social y democrático de derecho". Que la estructuración de un impuesto presente deficiencias no nos puede llevar directamente a abogar por su supresión. Como bien escribe Bornstein, ni la filosofía del impuesto del patrimonio es injusta, ni su implementación concreta tiene por qué serlo. Reclamar la eliminación antes que la reforma más bien parece un recurso de complaciente pereza intelectual por parte de algunos.
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