La autodeterminación en Europa
Asistiendo al acto inaugural del European Council on Foreign Relations en Madrid, el pasado día 3, uno podía encontrarse con lustrosos actores de la política europea. Javier Solana, Emma Bonino, Ana Palacio y Mabel van Oranje eran cuatro de los ponentes. Narcis Serra y destacados representantes políticos y del cuerpo diplomático copaban el Salón de Actos del Instituto de Crédito Oficial (ICO). Como mero mortal escondido entre la audiencia, no pude evitar una sonrisa al constatar que un acto sobre la importancia del logro de una unidad de acción europea en la política internacional se llevase a cabo en un foro tan ligado al crédito. Efectivamente, el crédito y la credibilidad son cruciales a la hora de aproximarse a este fenómeno. Y no precisamente por lo mucho que rebosan en nuestras arcas políticas; unas arcas seriamente dañadas en las últimas décadas por tragedias tales como la violenta descomposición de la antigua Yugoslavia o la incapacidad de articular una postura común en torno a casi cualquiera de las cuestiones geoestratégicas clave. El crédito europeo –UE–, en materia de política internacional, es mucho menor que el de varios de sus países miembros individualmente considerados. No se trata de estimar si esto es algo bueno o malo. Se trata de constatar un simple hecho para evitar caer en la melancolía de una realidad que nos gustaría que fuese distinta. No sé si tras escuchar tantos grandilocuentes llamamientos a hacer tal o cual cosa en lugares tan exóticos como Irán, Rusia o Turquía, aún seguía con esa sonrisa sardónica al pedir la palabra, en el turno de preguntas y respuestas, para cuestionar a los notables del panel por su opinión respecto a la vigencia de supuestos derechos de autodeterminación en la Unión Europea actual. Tras un breve segundo suficiente para que varios de los, hasta ese momento, alegres participantes en una verdadera orgía de autoimportancia geoestratégica y superioridad moral impostada se les descompusiera el rictus de oronda satisfacción. Entre ellos destacaba nuestro muy querido Narcis(o) Serrra, quien tras oír la incómoda pregunta no dudó un instante en poner pies en polvorosa. Pero el segundo transcurrió al fin, y una desconcertada periodista –corresponsal en el extranjero de Radio Nacional de España para más señas– puso fin a la insolente pregunta con el ya clásico "no toca". Se suponía, de acuerdo con la improvisada censora, que lo suyo era preguntar por paraísos perdidos en los libros de Emilio Salgari. Nada, ay, que estuviese tan dolorosamente cerca del Paseo de la Castellana. Para añadir injuria al insulto, tras finalizar el encuentro, otra periodista se acercó a un servidor forzando una mueca de comprensión, asumiendo, saben lo que viene ahora ¿no?, que el autor de la pregunta era un vasco reclamando legítimamente lo suyo, lo mismo que lo de los kosovares, eso de lo de la autodeterminación, vaya. Y tal y tal. Así que ya saben, el nacionalismo separatista es un vicio público que se comprende en privado. El antinacionalismo o el no nacionalismo beligerante ni se contempla como una opción política; ni siquiera entre los heterodoxos o desviados de la oficialidad de salón.
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